Han pasado años y años desde mi última manualidad. Si mal
no recuerdo fue en quinto grado, cuando la maestra nos pidió hacer una carta
para el día de la madre, decorada, con escarcha y colores.
Hace poco reviví ese momento en mi sexto semestre
universitario, quién lo creería, después de casi diez años, me transformo de
nuevo en ese niño que creí había muerto. Cuando traté de empezar, no sabía cómo
hacerlo, hasta que a mi perro, Matías, mordiendo un muñeco de madera de mi
hermana. Antes de que lo dañara se lo quité, el perro me miró con tristeza y yo
lo acaricié y enseguida siguió como si nada, batiéndome la cola. Qué humildad
la de estos animales, ojalá hubiera más persona así.
Tomé el muñeco y tomé algunas temperas de mi hermana, sin
permiso. Me sentí como un niño de nuevo, a punto de hacer una de sus
travesuras. Empecé a pintar el muñeco, a tratar de darle vida. Comencé por la
expresión de su rostro, quería que fuera feliz, como feliz deberían ser muchos
niños del mundo… deberían. Luego de lograr el rostro que quería, con muy poca
destreza pinté el cuerpo, de la manera más sencilla posible, no quería que
quedara cargado. En cada pincelada sentía que el niño que estaba dormido en mí
despertaba como de un sueño largo, se sintió bien. Como Matías le arrancó los
brazos, decidí ponerle unos brazos que no coincidieran con su cuerpo. Al fin y
al cabo, me gusta contradecirme. El resultado fue el esperado, un muñeco con
forma humana y con brazos inusuales. Al observar lo que tenía en frente, pude
darme cuenta que es necesario tener despierto ese niño que llevamos dentro y
darnos cuenta de la importancia del juego como proceso de aprendizaje. La
experiencia fue gratificante y relajante, me ayudó a pensar que aveces no hay
que tomar la vida tan enserio.
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