lunes, 15 de abril de 2013

Matías


Han pasado años y años desde mi última manualidad. Si mal no recuerdo fue en quinto grado, cuando la maestra nos pidió hacer una carta para el día de la madre, decorada, con escarcha y colores.
Hace poco reviví ese momento en mi sexto semestre universitario, quién lo creería, después de casi diez años, me transformo de nuevo en ese niño que creí había muerto. Cuando traté de empezar, no sabía cómo hacerlo, hasta que a mi perro, Matías, mordiendo un muñeco de madera de mi hermana. Antes de que lo dañara se lo quité, el perro me miró con tristeza y yo lo acaricié y enseguida siguió como si nada, batiéndome la cola. Qué humildad la de estos animales, ojalá hubiera más persona así.
Tomé el muñeco y tomé algunas temperas de mi hermana, sin permiso. Me sentí como un niño de nuevo, a punto de hacer una de sus travesuras. Empecé a pintar el muñeco, a tratar de darle vida. Comencé por la expresión de su rostro, quería que fuera feliz, como feliz deberían ser muchos niños del mundo… deberían. Luego de lograr el rostro que quería, con muy poca destreza pinté el cuerpo, de la manera más sencilla posible, no quería que quedara cargado. En cada pincelada sentía que el niño que estaba dormido en mí despertaba como de un sueño largo, se sintió bien. Como Matías le arrancó los brazos, decidí ponerle unos brazos que no coincidieran con su cuerpo. Al fin y al cabo, me gusta contradecirme. El resultado fue el esperado, un muñeco con forma humana y con brazos inusuales. Al observar lo que tenía en frente, pude darme cuenta que es necesario tener despierto ese niño que llevamos dentro y darnos cuenta de la importancia del juego como proceso de aprendizaje. La experiencia fue gratificante y relajante, me ayudó a pensar que aveces no hay que tomar la vida tan enserio. 



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