“Hijo,
despierte que hoy es su primer día de escuela”, escuchó el niño en medio de su
sueño, que interrumpido, se iba desvaneciendo para ser reemplazado por una
realidad que no le agradaba del todo. Se levanta el pequeño y es acompañado por
su mamá al baño para tomar una ducha y prepararse para la escuela llamada Parque infantil Niño de Praga, un nombre
que retumbaba en su cabeza desde la primera vez que lo escuchó de la boca de su
papá: “Hijo, le conseguí un cupo en el Niño
de Praga.” Así se lo dijo su papá con un aire de tranquilidad y felicidad,
proyectado en una gran sonrisa, por las facilidades, la cercanía a la casa y la
calidad académica que tenía este jardín.
Por
fin el niño estaba listo, su mamá siempre peinaba su pelo hacia el lado
derecho, como su mamá o la abuela del niño, como se quiera, le había enseñado.
Tomó un desayuno rápido, pues no habían mucho dinero para algo mejor; tampoco
había tiempo, pues sus papás eran unos personajes muy ocupados, tratando de
salir adelante, en esta jungla de cemento, donde un pequeño descuido sería
mortal para cualquiera, donde sin darte cuenta, te comen vivo. Así la mamá toma
de la mano al niño y le promete comprarle una bolsita de arequipe, cuando
pasaran por la tienda de Don Chucho, ese sujeto de barba que siempre que el
niño veía se sentía feliz, pues este señor era el único en el barrio, en todo
el barrio, que le podía ofrecer tan exquisito manjar, que solo de vez en
cuando, su mamá le daba.
Todo
iba bien, el niño se sentía feliz, disfrutaba de su arequipe, se sentía
orgulloso de su uniforme y de su bolso lleno de útiles nuevos: colores,
cuadernos, plastilina, un jugo de caja y un amasijo, por si le daba hambre, y
una carpetita pequeña con hojas de muchos colores. Se aproximaban al jardín, el
niño se sentía cada vez más nervioso de estar tan lejos de casa, aunque al
subir la mirada hacia la cara de su madre, que al ser golpeada por los rayos
del sol le daba a un aspecto angelical, sentía un poco de tranquilidad.
Finalmente llegaron, una puerta mediana, color café con una mujer de aspecto
tranquilo y feliz lo esperaban. Se acercaron a la puerta a tal punto que el
niño se daba cuenta que las mamás de los otros niños los dejaban y se iban y
sus pequeños hijos, esos que se parecían tanto a él, que llevaban el mismo
uniforme y la misma alegría de tener útiles nuevos, lloraban sin cesar,
pidiendo que su madre volviera, mientras una mujer con una bata blanca, un poco
vieja y con aspecto cansado trataba de tranquilizarlos. El niño dejó de caminar
y su madre tiró de su brazo para seguir; el niño rompió en llanto, no quería
sufrir la misma empresa que sufrieron esos niños tan parecidos a él.
Su mamá, con un aspecto de
tristeza lo alzó y lo llevo a la puerta, sin darse cuenta, la señora que
aguardaba en la puerta con un aspecto tranquilo y feliz se convirtió en un
monstruo gigante y diabólico, se convirtió en ese monstruo que creía vivía
debajo de su cama. Su llanto aumentó considerablemente y miró a su madre con
sus ojos ahogados en lágrimas, vio que se le escapaba una pequeña lágrima
mientras le prometía que volvería por él. Sí, suena exagerado y fantasioso,
pero, qué le vamos a hacer, si un niño, inmerso en su inocencia, ve el mundo
como quiere verlo, y como nunca se había alejado ni un segundo de su madre, se
sintió desprotegido y solo, nunca había sentido tanta soledad, a pesar de estar
rodeados de muchos como él.
Se dirigieron al salón de
clases, donde la señora de aspecto cansado, un poco vieja, se encontraba en una
pequeña silla sentada, con una sonrisa que no podía esconder el peso de los
años, una sonrisa cansada. El salón, que estaba lleno de colores, dibujos,
mesitas de diferentes formas y muchos juguetes, tranquilizó al niño y le hizo
olvidar por un momento la ausencia de su mamá, Qué paradójico, ¿verdad? El
primer día de clases fue tranquilo, conoció a sus compañeritos: Fabiola,
Eduardo, Diego Prada –quien tiempo después se convertiría en su mejor amigo-,
Machuca –el niño del apellido chistoso- y Ximena –su primer amor platónico-.
Jugaron, corrieron, se acoplaron a la sala de clases y cuando se sintieron
cómodos, llegó la hora del descanso: más juegos, un parque gigante con
columpios y el “Machín-machón” que tanto amaba el pequeño niño.
El día finalizó y tuvo que
esperar a su madre en la entrada, veía mientras llegaban por otros niños, y
asustado, esperaba por su mamá. Finalmente llegó y el niño respiró tranquilo de
nuevo, pues su mamá cumplió lo prometido. ¿Qué tal hijo, si le gustó? Preguntó
su madre mirándolo con ternura; Sí, mamá. Conocí a muchos niños y el jardín es
grande y bonito. Respondió el niño con una mirada ya más tranquila.
Llegó el segundo día de
clase, la rutina se repitió, pero esta vez no hubo arequipe, pues el dinero no
alcanzaba para un lujo como ese a diario. Sin embargo, la llegada a la escuela
fue diferente, aunque el recibimiento por parte de los profesores era el mismo,
ya no había niños llorando y la señora de la puerta había recuperado su aspecto
tranquilo y feliz. Esta vez, no hubo juegos, se sentó en una mesita triangular
que junto a otras mesitas triangulares, formaban un círculo. El suyo era rojo,
su color favorito.
Pronto los deberes llegarían
a invadir la vida del niño. Quién lo creería, desde muy niños somos sometidos y
esclavizados a la vida, a los quehaceres que solo traen inquietud y preocupaciones a diario, y
nos hace someternos al mañana y olvidarnos del presente. “Todos saquen su
cuaderno y su cartuchera de colores” Dijo la maestra Cecilia con su cara
carente de algún gesto, como es costumbre ya para el niño, a pesar de su corto
tiempo allí. Empezaron a escribir letras grandes, una experiencia nueva para el
niño, algo inquietante. Luego de trazar la letra tenían que decorarla con
colores, ¿para qué? No sé, quizás para matar el tiempo o simplemente porque a
la maestra se le da la gana, o peor aún, para estimular la creatividad del niño
–inventan los inteligentes podridos- Cualquier excusa es válida para este
ejercicio tan inútil.
“Ahora harán planas de las
letras, dos hojas por los dos lados por cada letra, pasen de a uno por
uno, para escribirles la tarea en el
cuaderno, es para la casa” Los niños deberían estar jugando, jugando también se
aprende, de hecho, por medio del juego se aprende mejor. Pero esta maestra está
vieja y cansada, es un poco ortodoxa, parece que no amara lo que hace. Espera
el niño en la puerta del jardín a su mamá, es una espera eterna para él, parece
que cada segundo tomara años en morir, así de relativo es el tiempo, dijo
Borges. Finalmente aparece su mamá y lo primero que le pregunta es lo que le
preguntará todos los días por el resto de su vida: ¿cómo le fue, mijo? –Bien,
mamá. Ya me dejaron una tarea. Contesta el niño en medio de su inocencia.
Llega a su casa, saluda a su
papá: -Bendición, papá. –Dios lo bendiga. Contesta el padre sin siquiera
mirarlo a los ojos. La indiferencia del padre no afecta al niño, al menos no
por ahora. El niño se sienta en la mesa a hacer la tarea, aunque no sepa de qué
sirve. La termina sin problema y enseguida su papá le pide que le ayude en el
negocio familiar. ¿Y el juego?
Cuando la maestra considera
terminado el proceso de reconocimiento del abecedario, procede a enseñar a leer…a
leer. La “m” con la “a”, “ma”. La “m” con la “o”, “mo”. Lean acá: “mi mamá me
mima”, “Memo mira a su mamá”. Bastante tradicional el proceso de enseñanza, si
me permiten opinar. ¿Qué pasará cuando el niño tenga que leer un texto REAL? –Es
un proceso, como todo- Dirán los más optimistas. Así el niño con el tiempo aprende a “leer”
para de ahí en adelante, “leer” lo que le pongan en la escuelita y luego en el
colegio. Yo solo espero que algún día este pequeño niño aprenda a leer.